Avenida Suárez a metros del paredón del neuropsiquiátrico, fábricas enfrente, casas bajas. La esquina mistonga era un gran bar con vivienda arriba que una vez fue conocido como La Puñalada y más tarde como El Tarzán –según los vecinos, porque era la selva– y en los cuarenta se adecentó un poco con un nombre lindo, tradicional, porteñísimo: La Flor de Barracas.
La Flor es un edificio de pura cepa argentina, de estructura metálica y enladrillado, bovedilla curva y baldosas calcáreas, con la única rareza de una estructura reforzada en el salón principal. Ahí se ve, en el cielorraso, una larga viga en doble T cruzada a su vez por otras más cortas y gordas que siguen la barra, como si en el primer piso criaran elefantes.
A este bar se le puede entrar por varias puertas, pero las almas correctas lo hacen por la ochava. Lo que se ve es panóptico, con el salón mayor a la derecha, pavimentado por uno de esos calcáreos de perspectiva simulada, como si uno fuera a pisar en cubitos. Al fondo está la barra, en realidad es una fea heladera muy bien recubierta en maderas, que frentea a un hermoso y amplio exhibidor cribado de botellas reflejadas en el espejo. Es una linda pieza racionalista, de líneas curvas y maderas navales.
A la izquierda de la ochava se abre lo que supo ser el billar y, más acá en el tiempo, fue locutorio. Cerrados por años, estos ambientes son ahora un lugar de mesas informales, forradas con historietas, y un living con puffs coloridos. Todos los ambientes mantienen una mezcla muy precisa de novedades y arqueología: las puertas internas son originales, con sus maderas y banderolas, y las grandes ventanas en tijera hasta tienen pintadas la publicidad de Seven Up de hace medio siglo. Los muebles son una mezcla de lo encontrado y de lo comprado parecido, la gran cortina de tablitas es viejísima y fue lavada y reconstruida con cuidado, y las botellas con líquidos de colores –iluminadas por atrás– abundan en Bidús y Crush encontradas en los sótanos.
Al entrar un par de pasos, se encuentra que hay un patio muy grande, tanto que se entiende que el edificio es en realidad en pantalla. Ahí se puede fumar entre plantas y a la vera de una heladera monumental, de madera y pensada casi como un buque. Todos los muros tienen sus texturas de siempre y fueron pintados de marrón oscuro hasta un par de metros, incluyendo en algunas paredes un waist de maderas finitas tan bien hecho que parece de época.
Arriba, las habitaciones del PH están renaciendo como una suerte de pensión bohemia y muy agradable, con luz y colores subidos. Esto del lado hotelero viene también del segundo gran tema de rescatar a La Flor, cómo hacerla viable. Como Oyhanarte bien sabe –o aprendió enseguida–, un lugar así tiene dos destinos: bar bohemio y caro, o café de barrio barato y ruin. Lo que su nueva dueña busca es ver si existe la manera de que los vecinos sigan yendo a comer su milanesa sin asustarse por los precios y también lleguen clientes nuevos, atraídos por el lugar y la comida.
La Flor tiene a su favor que está a la vuelta del naciente polo de Barracas reciclado, cerca de las fábricas-loft y frente a la escuela. Entre los síntomas positivos están los clientes nuevos, empleados que simplemente no se le animaban a la Flor mistonga pero sí a ésta. Oyhanarte, sus hijos y hasta un sobrino administrador de empresas que largó el banco por el café están llenos de ideas sobre comidas, música, culturas y exhibiciones. La Flor de Barracas está en carrera y, a juzgar por lo que se pudo probar, tiene futuro.
Fuente: Pagina12
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